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Crónica de la Primera vez que buceé

Por: Cesar Cabrera




Era una tarde lánguida de un Domingo singular, sin saberlo estaba pactando conmigo mismo una aventura que me había prometido muchos años antes, ya de adulto, pero que me acercaría mucho a lo que hacía mucho tiempo no sentía. Dos días antes, en unas horas libres del trabajo rutinario que por fortuna me habían encomendado realizar, tropecé con una tienda de buceo en medio de las calles abrasadoras del Rodadero en Santa Marta y pregunté sin tener realmente muchas esperanzas de poderlo hacer dado que era posible que me tocara trabajar todo el fin de semana; aun con tan pocas posibilidades, preferí arriesgar una parte del costo para evitar cualquier excusa, terminar el trabajo antes de lo previsto y tener tiempo para una cita con los peces, las anémonas y el coral. Ese día, llegué unos minutos más temprano de lo previsto, antes del mediodía y con un poco de hambre pero no estaba dispuesto a faltar. En la tienda sólo estaba su dueño, inquieto y preocupado mientras me explicaba que se tenía que ir, que estaba allí por pura coincidencia, que la instructora debía llegar en cualquier momento y la llamaba insistentemente con una impaciencia bogotana aunque su acento fuera de un país del sur del continente. Entretanto, yo aproveché para cargar energías con cualquier comida rápida que se me atravesó mientras llegaba la instructora.

Poco después de que llegara ella, Nataly de la Atlántida, iniciamos un pequeño viaje por la capital de un departamento de Magdalena lleno de contrastes, sofrita día a día por altas temperaturas y la decidía gubernamental; pasé por el centro histórico, su turismo y sus riquezas desfilaron brevemente por la ventana de un taxi viejo; luego pasé por los sórdidos barriales paupérrimos de la loma, por los cuales desfilaron esta vez grandes canecas de colores entre la carretera y casas rudimentarias y ajadas, una muestra colorida, evidente y crítica de la escasez de agua esperando la lejana provisión potable; el taxista contaba historias sobre las guerras de microtráfico en el sector, los muertos cotidianos y su población anestesiada por los picups que calmaban cualquier agitación hasta la madrugada. Cuando llegamos a la cima de la pequeña loma, se abrió ante mis ojos la mágica bahía de Taganga, rodeada por un pequeño poblado de gente humilde, pescadora y anfitriona de turistas de todo el mundo. La bahía extendía un tapete de agua hasta el horizonte, teñido de un azul profundo y arrugado por las ventiscas propias del mar en un mediodía tardío; botes perezosos flotaban casi inmóviles y pequeñas velas se levantaban hacia el cielo mientras el taxi nos bajaba sinuoso por una carretera polvorienta, cargando no sólo nuestro equipo de buceo sino una emoción que alivianaba el alma y que se incrementaba en la medida que nos acercábamos a la playa.

La tienda de buceo donde llenaron nuestros tanques se abría completamente: puertas y ventanas, un desorden fascinante de aletas, tanques y caretas, mangueras de reguladores y barómetros. Nosotros pagábamos el transporte y el alquiler de los instrumentos con dinero y con una sonrisa tan amplia que brillaba como para descubrir el Titanic. Una lancha a motor nos llevaría a punta aguja, donde mi instructora y yo nos sumergiríamos por primera vez en el Calichan tomados de la mano como si el acantilado bajo el agua fuera tan peligroso como un centro comercial gigantesco y yo fuera el niño travieso que sentía ser en ese momento al pié del majestuoso parque Tayrona.

El mar estaba calmado y azul, el bote saltaba de vez en cuando salpicando juguetón a todos sus tripulantes. Pequeñas embarcaciones pesqueras flotaban dispersas por una costa acantilada y cimientos de casas de lujo sin terminar parecían asomarse fisgonas sobre una costa fractal. Cuando llegamos al Calichan nos vestimos de focas torpes: un traje de neopreno ajustado con cremalleras en los tobillos y una desde el pecho hasta el ombligo que me hacía ver casi atlético; un cinturón de lastre con 10 libras en la cintura en forma de pequeños lingotes de plomo, grandes aletas de pez de mentiras que nos hacían aún más torpes de lo normal al interior de la lancha, una careta que tapaba completamente la nariz y con la cual tocaba empezar a respirar por la boca, en un par de minutos reseca. Un chaleco inflable y un tanque de unos 70 centímetros de largo que caía más abajo de las nalgas y que no me dejaba sentar bien se armaba de cuatro mangueras que salían de la primera etapa de regulación de aire: la segunda etapa del sistema, regulador de emergencia, medidor de aire y profundidad e inflador de baja presión para el chaleco, todo formando una pequeña maraña que nos abrazaba como un pulpo mutilado y flaco. La mano izquierda en el cinturón de lastre y la derecha en la careta, miré al interior de la lancha mis aletas grandes y torpes antes de botarme, no sé cómo, de espaldas por estribor.

La primera sensación es angustiosa, aunque empezar a respirar por el regulador antes de lanzarse al agua tranquiliza un poco; estar en el agua con la nariz tapada y sin mucho control de la posición es incómodo, inquietante. Casi toca apretar un poco los dientes para mantener el regulador en la boca, resistir la tentación de quitarse la careta y respirar tranquilo, el chaleco y el tanque dominan inicialmente la situación. Nataly de la Atlántida, la instructora bogotana que parecía la alumna, como en varias ocasiones me lo hicieron sentir las preguntas en la tienda de buceo y en la misma lancha, me indica que me recueste ligeramente sobre el chaleco y nade de espaldas, insiste con su falso acento pastuso que aunque no lo crea es mucho más fácil, lo cual efectivamente cambia toda la situación, momento en el cual uno puede reírse de sí mismo entre burbujas a medias en la superficie de un mar indiferente. Nataly me recuerda las reglas y señales básicas, las maniobras mínimas que se realizarán inicialmente en la superficie y luego bajo el agua, enfatizando que en ningún momento me debo soltar de ella en la primera inmersión.

Bajo la superficie todo es muy distinto, volamos lentamente al lado de un acantilado apenas tocado por los corales, Nataly desinfla poco a poco el chaleco y nos sumergimos cada vez más en un océano que el ser humano sólo usa para esquilmar su riqueza y botar su heces pero que desconoce casi tanto como su propia capacidad de destruir. La respiración se escucha gorgojear lentamente por el regulador, observo cómo cambia mi flotabilidad cuando sostengo el aire y manejo la distancia al fondo con la respiración. A pesar de mi atuendo en vez de una foca parecía más bien una semilla de manzana en una bebida carbonatada.

El agua acaricia con cariño los corales flexibles del arrecife, jugamos a asustar unas pequeñas anémonas fantásticas y nos vamos huyendo de un posible padre regañón; vemos de cerca los peces de colores que rascan los corales, los payasos que pasan rápidamente de una anémona a la otra y enigmáticos esqueletos de manglar solitarios en el fondo del arenal mientras yo compensaba regularmente la presión con un soplido que inflaba mis tímpanos, soltando un agudo y sutil grito para mi interior. La confianza de la instructora fue suficiente para dejarme volar solo en pequeños intervalos mientras ella también se extasiaba con su observación de bióloga anarquista y rebelde. Más pronto de lo que quisiera, se acercó a inflarme el chaleco, subimos lentamente a la superficie y en cuestión de minutos estábamos en la lancha de nuevo ávidos de llegar al sitio de la segunda inmersión.

Los motores fuera de borda, apenas encendidos, emanaban el olor desagradable de la gasolina y el aceite, de pronto me vino a la mente, como bocanada de diesel en la cara, la imagen de una calle cualquiera de la gran ciudad. Nos movimos lentamente unos cientos de metros al lado del acantilado, las expectativas eran más de 12 metros de profundidad, una corriente marina y la manipulación libre del equipo de buceo. De nuevo el equipo en su lugar, las aletas torpes al interior y el mar que de pronto me abraza violentamente por la espalda como una amante loca después de muchos años de ausencia.

Otra vez Nataly me hace las indicaciones del caso, de nuevo las señas que en la primera inmersión utilicé mal y me ayuda a sumergirme a su lado. Volamos unos metros más abajo de la superficie, el mar es más oscuro que la primera vez, vamos cuatro buzos bajo el agua y yo sigo a la pareja experimentada que viaja con nosotros. Después de un par de minutos Nataly me detiene bruscamente e indica con señas que seguimos otro "camino" y ellos se van en otra expedición. Minutos después Nataly parecía jugar conmigo haciendo una posición de Loto bajo el agua, mientras insistía son señas que yo también debía hacerlo lo cual hice sin dificultad; más adelante, tal vez para tomar una foto que valiera compartir, me indicó que me quitara las aletas en un arenal a 12 metros bajo la superficie, yo dudé inicialmente porque no me parecía segura la situación, ¿cómo me las pondría de nuevo?, sin embargo, con toda la calma me senté y me despojé de mi limitada propulsión mientras Nataly me filmaba y parecía burlarse de su pupilo hasta que hizo la señal de OK típica de los buzos y continuamos. Más tarde, me explicó que todos eran ejercicios de buceo básicos que hacían parte de la "prueba" y que orgullosamente ejecuté con habilidad.

A nuestro lado pasaban peces ángeles gigantes: unos enormes discos negros con sutiles bordes verdes en sus escamas y encajes de bolero a manera de aletas alegres... siempre en parejas moviendo sus colas a la par. Peces loro gigantescos, un pez aguja que parecía una barracuda menor, el terrible pez león y los payasos correteando por entre el coral. De pronto, saliendo un poco del litoral, sentí no controlar la situación, me alejé rápidamente del sitio en el cual estaba, se me perdió momentáneamente de vista la instructora y me dí cuenta que viajábamos en la mano de una cariñosa corriente marina que nos llevaba poderosa en un tour subacuático. Controlar un poco el vuelo, nadar contra la corriente y parar para mirar un pez, jugar y observar la vida cotidiana de los animalitos del mar, respirar profundamente en medio del agua y volar, como si fuera un ave exótica en un aire de almíbar, en un éxtasis amniótico, como un espíritu en paz... nada me pudo preparar para verme allí, volando en el océano majestuoso, entre corales, peces de colores, caracoles y corrientes de mar; un niño despreocupado, un infantil yo interior que no tenía esperanza de volver a encontrar.




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